Contrapunto

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(Cuento inédito)

Señora, permanecen episodios en la memoria de insatisfechos, como yo, que nunca se olvidan, dice Estelvino Manzueta, modulando la voz de matices graves

Por su edad, sus amargas experiencias, usted lo puede corroborar y comprender. Caray, no me mire así, con esos ojos de la mar vespertina, que ya le contaré, dijo, esbozando una sonrisa fresca.

Se inclinó por unos instantes y terminó de estacionar los frenos oxidados de la silla de ruedas donde la anciana, desde un rincón de la habitación, con sus enormes ojos azules, acaparaba la vista de afuera en la que dos religiosas procuran no marchar sus hábitos regando una jardinera compuesta por azucenas que dotan de belleza al antiguo casón.

La mujer contempla la escena a través de una ventana de madera dividida por dos puertas semiabiertas que hala la brisa. Acto seguido, su cuidador empieza a acomodar las mangas cortas y acampanadas del vestido verde limón que hacía unos segundos colgó en el cuerpo de ella después de asearla y que, según le habían contado, en algún momento, fue su atuendo predilecto. La anciana, antes de ser tan anciana, llevaba tiempo postrada en esa silla de ruedas a causa de un ataque de apoplejía que le llevó la movilidad y el habla, tan solo el rostro, parcialmente, articula leves movimientos. Era, relativamente, la más joven dentro de aquel espacio geriátrico, donde sus hijos la abandonaron, supuestamente, agotados de atenderla y verla vivir tanto tiempo.

Estelvino Manzueta, resuelto a no dar largas al asunto en cuanto a comenzar a contar anécdotas,  se adelantó a alisar con un cepillo desmejorado los blancos cabellos de ella, posterior a eso, tomó una silla de metal que se hallaba en un área lateral de un escueto pasillo donde observó a otros cuatro ancianos postrados en unos sillones descolchados hacer ruidos con cucharas soperas que entrechocan con sus platos vacíos. Inexplicablemente, aprietan sus bocas mirando de lado a dos auxiliares que con palabras suaves tratan de calmarlos.

Los otoñales ojos de Estelvino, que lleva dos décadas como enfermero en aquel asilo municipal, adquieren una juventud perdida cuando empieza a hilvanar, a la silenciosa interlocutora, una que otras historias con la gracia histriónica que lo caracteriza dentro de esa cotidianidad.

En aquel tiempo hidalgo de la inocencia, refiere, mis hermanos y yo, andábamos repartidos entre la pubertad, la adolescencia y la incipiente inmadurez. De tanto en tanto, aún con la desaparición física de la protagonista de este decir, estoy seguro de que, por alguna extraña razón, viví compadeciendo a esa mujer mediocre, incomprendida y tísica.

Señora, usted que escucha con la exactitud de quien percibe las blandas y pesadas energías, se habría de dar cuenta el  tono que aquella mujer utilizó para decir lo que dijo a mi hermano, hace treinta años, al ensartar una simple pregunta:

-Alberto, ¿es tuyo ese gato?

Ese día, Amelia Beltrán juntaba una desordenada pila de hojas de la mata de aguacates que, desde lo relativamente alto de una gastada plancha de zinc que protegía a una letrina, se aglomeraban en pequeños grupos y, mecánicamente, caían despreocupadas en su patio, formando círculos verde-amarillo sobre una tierra negra y empapada por una leve brizna. – ¿Es tuyo el gato?, mascullando entre dientes, volvió a introducir.

-Es hembra, madrina, respondió mi hermano con ojos vidriosos y el llanto contenido en la voz. -Vengan a ver a La Chichi, confundido nos anunció. A pocos metros de distancia en la que se halla raspando las hojas del suelo, la figura inerte y algodonada de la gata perdía parte de su divina estructura. Los ojos dejaron de ser grises y su cola amplia, larga, y con destellos dorados en la punta, que ahora la veíamos más corta, enredaba con torpeza diminutas piedrecillas que, con un soplo de aire travieso, venían de otra dirección a acurrucársele, como si, irónicamente, aquel día se confundiera con una resplandeciente mañana de Pascua.

Amelia Beltrán, lejos de parecer serena, contradictoriamente, arrastra con el rastrillo las hojas que lentamente se desprenden de la enorme planta. Parece momia. Deja de advertir los ruidos externos de mis hermanos como si sus movimientos descollaran sigilosos sobre los bordes de una tierra cuarteada a punto de abrirse. Desde aquel espacio, embriagada por el pensamiento, no da señales de arrepentimiento ante su característica aura asesina. Los gritos y sollozos, consecuencia de ver el cuerpo del desflorado animal, separada de nosotros por una débil empalizada, retumban la quietud del ambiente como estrepitosos zumbidos de tamboras.

Seguro que se comió un ratón envenenado porque anoche la vi babear en el interior de la letrina, recalca, ajustando a su cara unos grandes espejuelos que proporcionaban al rostro de larga mandíbula una actitud de seriedad necesaria.

Alberto ignora las palabras de la madrina, quien trata de justificar lo que, pese a nuestra torpeza coyuntural, entendimos como una terrible acción que no nos sorprendía de ella. Era la tercera ocasión que distribuía, en los alrededores del patio, insecticida en trozos de carne para acabar con nuestros gatos cuando cruzaban para su lado.

-Está preñada, ¿cómo pudo pasar esto?, ¿por qué murió así si no hacía daño a nadie?, cuestiona Alberto saltando con los pies descalzos, abrumado por la indignación. -No tapes el sol con un dedo que, aunque no era para ella el veneno, esa gata era mañosa, plato de comida que estuviera en mi mesa se iba a la porra cuando en un descuido se llevaba el filete. -Dejaba a tu padrino sin almuerzo. Gata malévola, vivía más de mi lado, desojando mis plantas y regando sus excrementos.  -No me hagas hablar, entra, sube por la empalizada y sácala antes de que comience a mal oler.

– ¡Miren¡, puedo ver el bulto que se forma en su barriga, son los gatitos que murieron con ella, expresa mi hermano, ignorando su mandato mientras trepa la baja pared a base de hojalata que separaba la casa de Amelia con la nuestra. ¿Qué pretenden ustedes con cinco gatos en su casa?, nos estruja.

-Venancia y Manuel, desalmados padres que, por cierto, los dejan hacer lo que a ustedes les venga en ganas, no los atienden como es debido y para colmo: crían tantos felinos…

-No diga eso, madrina, que usted sabe que me voy al mercadito en las mañanas a buscarles alimento.  -Veía que la gata muerta comía de todo: cabezas de pollo, asaduras, mollejas y hasta algunas frutas. -Nosotros sí atendemos a los gatos, al menos debió pensar un poco en mí antes de poner insecticida a La Chichi, ¿por qué no la amarró? Acaso, ¿piensa continuar con sus destructivas practicas?.

-No externes tonterías, no fue culpa mía que muriera, los gatos no se amarran. -Ustedes desconocen la disciplina.  -Y se los digo claro: también cuando tenían al perro lo privaron de costumbre. -Ladraba día y noche, yo, trasnochada. Saben que soy mujer enferma.  El brioso animal mató de una sola mordida a una gallina pinta que pasó para el otro lado, ni tú, ni los más viejos dijeron pío. -Muy merecido tenía de morir desmembrado cuando corría por las calles como loco el día en que se les soltó, exclamó risueña.

– No, no hable de esa forma, porque sabemos que fue usted quien lo soltó de las amarras. Por sus actos Dios la va a castigar, expresa Alberto lloroso.

-En esta etapa de la vida, hace tiempo que Dios me castigó, dijo ella como escupiendo las palabras. -Vivo hastiada gracias a no tener aire, cada día el pecho se hunde en llamas con esta tos que no se me cura, ¿qué no entienden eso?

-Por lo mismo, madrina, tiene que cambiar esas formas, esa particular actitud de rabia contenida. A medida que se altera, le viene el ataque y cada instante respira peor.

-Respeta,  obedece cuando te hablo, dijo en voz trémula amagando con el rastrillo.

-Pero, madrina, ¿por qué es así?, como si odiara todo a su alrededor.

-Calla ese pico, no sabes nada de la gente, reveló muy airada. De tanto hacer el bien termina una frustrada ante malos pagos por los favores que alguna vez ejecuté, así que no insistas con esas pendejadas de que debo cambiar lo que soy.

Un ataque de tos hizo que Amelia tomara pausa buscando un poco de aire. Aquel cuerpo diminuto, deprimido y comprimido por la enfermedad que desde muy joven padecía, parecía estremecerse con cada sacudida, hecho así, pasada la congestión retomó su postura un tanto temblorosa.

-¡Oigan¡, no hablaré de más, sobre todo a ti, Alberto, termina de jimiquear y levanta a la gata, dictaminó con una entrecortada respiración y el rastrillo amenazante entre las manos.

…..

La anciana, como regresando de un largo viaje, desvió por un momento la mirada de la ventana para posarla en Estelvino Manzueta, quien toma bocanadas de aire tras concluir un relato propio de mozalbetes. Entonces, sus ojos, cual si fueran bombillas azules traspasando las umbrelas del tiempo, se cargaron de esplendor. Cae la tarde.  Pasadas las horas de rondas médicas y de la cena, la octogenaria, envuelta en aquel vestido de mangas acampanadas y zurcido de canutillo, sonríe mientras se va quedando dormida. Manzueta arropa sus delgadas piernas con una gruesa manta en la medida en que, poco a poco, sale de la habitación apagando las luces.

 

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