La revelación (Relato)

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Santo Roques se fue de madrugada. Dijeron que entre todos lo envenenamos. Todavía eso dicen. Blasfemias de gente baja que siembra el mal donde quiera que vive. Inyectan en el aire hasta la insuficiencia para respirar. Al presentir que esto pasaría, me adelanto a aclararles, con acciones, aquellas afirmaciones insensatas y volátiles. Por eso no me alarmó el canto sobresaltado de los gallos minutos después de abandonar el cuerpo, como si el propio muerto se quejara de tantos reclamos.

Una brisa helada, de abril, que se cuela por el traspatio y viaja a través de las rendijas del portón en la imponente casa de Santo,  produce escalofríos.  ¡Qué ironía¡, asaltan a los recuerdos esos días nobles, cuando él y yo éramos uno. Y aunque resalto esto, también debo de decir que se asomó a medias en mi interioridad negado a construir cualquier compromiso amoroso porque así pensaba o creía, de manera descabellada, que seguía siendo como esos fugaces adornos durante la Navidad: espíritu de todos y de nadie. Ahora me río de eso.

Asimilaba a Santo Roques, más bien, lo asimilo, como un caballo de buen paso que abrazaba la vida de impulso por su sangre ardiente.  Entre jornadas de trabajo y preludios jocosos diluimos el transcurrir. Entre vinos, comidas, bailes y arbitrarios silencios, nos arrimamos debajo de aquellos guayabales tornándose cenizas la hoguera consumada para luego volvernos a redefinir. Entre migajas de cariño y abundancias en apasionados torbellinos sacié incompleta mis ganas.

En esta sala, que hoy el silencio corroe, reía a carcajadas. Sarcástico me hablaba al oído con aquel rostro pardo. Creía estar al lado de un semidios iracundo, de cuyos verdaderos pensamientos, dolorosamente, nunca me adueñé. Decía que había nacido entre la noche y el día, y que por ello su madre, mujer de sortilegios, nunca lo bautizó. Que era moro, complejo, dividido entre el sol y las aguas. Yo, que tartamudeaba mirándolo y aspirando su olor a hombre bravío, en cada palabra que articulaba, gesto o expresión de disgusto disimulada, con admiración y timidez, no entendí su rezongar envolvente hasta este momento angustiante, vacío de esta madrugada en que se ha ido casi al unísono del despertar de los gallos.

Cuatro mujeres lo bañan en una tina de agua fría con alcanfor, estiran brazos y pies antes de cubrir sus carnes que presiento están blandas desde el instante en que, suavemente, lo toqué y cerré sus ojos grises, como si todavía miraran. Un día antes me encargué de los trámites para su entierro. Es lo menos que pude hacer por la memoria de quien fuera mi compadre, confidente y amante desde que mi único hijo, nuestro hijo, latía en el vientre.

Una de las mujeres, la más joven, peina rigurosamente su cabellera plateada hacia atrás, aplica un gel que el propio Santo preparaba, a base de cristales de sábila con aceite de romero, para que sus cabellos espesos, relativamente tan vivos, no pierdan el aroma característico de los hondos valles. Con esta pomada, el pelo queda engomado desde el nacimiento de la frente hasta la coronilla sin un solo pelillo al aire, como a él le gustaría.

Las mujeres mayores le afeitan una insípida barba para que el rostro, ahora de inagotables pliegues, floje rigidez.   Observo lo bien que lo atienden, son mujeres que en un tiempo fueron muy desgraciadas cuando Santo no estaba en sus vidas, pero hoy agradecen estar en esta tierra por él. Horas antes, recogieron, sosteniendo mis órdenes, todo cuanto hay en la sala para no llamar la atención de curiosos embaucadores, que nada tienen que ver con nosotros. Sus demás pertenencias: dinero en billetes, muebles y joyas, ya que nunca quiso guardar en bancos, porque desconfiaba de ellos, permanece en la bóveda de un subterráneo que mi compadre mandó a construir en una de sus propiedades, fuera de esta comunidad, cuando su capital comenzó a crecer gracias a las inversiones y que solo yo conozco.

Esta muchacha, que también lo prepara: como una hija para él, con decirles; la dejaron en la puerta de esta casa y, ahora, que cumplió mayoría, convenimos que se quede viviendo aquí porque lo tiene merecido y así, mí hombre, lo dispuso. Hay candelabros encendidos que aclaran el espacio en penumbras, pues, poco a poco, el último canto de los gallos, que desde hace rato se advierte pone, tímidamente, de manifiesto la entrada del día.

Las mujeres, envueltas sus cabezas con pañuelos blancos y sobrios vestidos largos, de un negro marrón, abrieron portón y ventanas, señal de que lo están velando. Movida por su gusto llevo el vestido que más apreciaba, este de terciopelo y falda segada que estrené cuando me llevó a conocer la finca Paraíso, lejos de la ciudad. Sonrío porque la pieza, que esta vez acompaño con un velo blanco sobre la cabeza, pese al transcurrir, me queda. Un fuerte ruido me aleja de los recuerdos. Los pasos de ellos, los que no son de aquí, se acercan: shhhhh, silencio…

Se especula sobre esta muerte. Ellos dicen, con todas sus agallas, que Santo Roques partía de este mundo como un bochorno.  Murió vaciado, consumido por sus heces, hasta ese punto estamos de acuerdo. Dicen que su fallecimiento es el resultado de un plan torcido para que saliera del ruedo y así acabaran las deudas de ustedes, pues no tenía esposa ni hijos legítimos a heredar, de manera que todos sus bienes podrían pasar al dominio de algún reconocido pariente, si es que apareciese, o en consecuencia, de nosotros, sus vecinos porque,  sabíamos de todos sus movimientos financieros.

Esas son habladurías de las más grandes, falsos que navegan desde otros vecindarios para desacreditarnos.  Por odio, envidia, vaya usted a saber por qué, siguen murmurando que tres días con sus tres noches bastaron para que lo despojáramos de aquella pose pulcra que, con sombrero, traje entallado y un bastón bañado en oro, desde muy joven columpiaba con su mano derecha, representaba la figura de un snobista Balzariano.

Quíen o quíenes se prestarían a hacer una cosa así, diría yo. ¿Envenenar a mi compadre, usando un laxante descontinuado en una de sus comidas para provocarle diarrea? No cabe en mi cabeza. Cosas de la vida ahora que puedo verlo arreglado, vestido de blanco, Santo Roques está ahí, como dormido en esa caja oblonga y un olorcillo discreto, pero contundente, por encima de su almidonada ropa, me hace deducir que, efectivamente, su materia fecal acabó con su existencia siempre y cuando, aclaro, esta diarrea le proviniera de forma natural, jamás provocada.  Quince años mayor que yo, de avanzada edad ya era sensible a cualquier malestar.

Ese gran poder divino nos unge con su gracia, ninguno de los espías, fuera de nosotros, que asistieron al velatorio, puede asegurar nada de esto, el Señor destruya malos pensamientos, éramos y seguimos siendo gente bien, solidaria, cristiana, trabajadora, agradecida, carentes de codicia, que fundó este sitio con viviendas maltrechas, andaban, en su mayoría, con ropas remendadas. Y para ganarse la comida trabajaban con machetes, de sol a sol, cuando todo esto pertenecía al gobierno y estaba cargado, de arriba a abajo, de siembras de caña.

De manera que nuestro fenecido era considerado un benefactor partiendo de aquel luminoso día en que se internó en nuestras vidas. En ese tiempo, con una discreta fortuna, compró al Estado parte de estos terrenos para construir los primeros multifamiliares o edificios de apartamentos, lo que hizo cambiar completamente nuestro panorama. En mi caso, fuimos beneficiados. Mi familia pagaba con bajas cuotas una holgada pieza que, posteriormente, al morir mis padres, heredé.

Con él, también vino el asfalto, la energía eléctrica, las tuberías para trasladar agua potable y las construcciones de escuelas, tiendas, bodegas entre otros establecimientos de extrañeza en una vecindad, en primera instancia, analfabeta, pero con extensa dignidad. ¿Qué no decir de Santo Roques?, llegó a este lugar con el pan debajo del brazo. Vino a quitar el hambre a nuestras mujeres, muchas veces preñadas o paridas, a ponerles zapatos a nuestros niños descalzos, a darnos medicina cuando en un hospital no nos ofrecían ni aspirinas.

En consecuencia, hizo instalar, en la esquina principal de Las cañitas, una botica de medicinas para dárnosla, y se apoderó de los corazones de todos los que se consideraron huérfanos ante un gobierno insensible con el sistema sanitario. Aunque luego, con el discurrir, admito, las cosas cambiaron, pues la población del barrio, que había crecido de manera desproporcional, casi en su totalidad le debía algún favor o dinero que también mi compadre prestaba a bajos intereses. Algunos habían dejado sus ranchos en garantía.

Hubo un tiempo en que la gente de aquí solo trabajaba para pagarle las cuotas. Muchas veces, al borde de perder sus bienes, tuvieron, algunos, que irse y vender sus mejoras a muy bajo costo para no perder el patrimonio por el que habían luchado y económicamente invertido. Siento que debo de decirlo: era un capitalista que apostaba por el desarrollo, ¿qué maldad puede haber en eso si de alguna forma nos benefició?  También, confieso; nadie de acá intentó hacerle el menor perjurio, me habría encargado de ponerlo en su sitio.

A escasa distancia veía, en medio del primer rezo, apretujarse en la puerta a mujeres, hombres, niños y adolescentes con sus mejores mudas, como si estuvieran asistiendo a una gran fiesta. Reitero: ellos existen gracias a su generosidad. Hacían turno para verlo en su caja vestidos de domingo y así homenajearlo;  en vida era muy acicalado y le gustaba que la gente lo viera a su altura.

Después de todo, qué ganan con especular, acusar, calumniar, diciendo que lo matamos para quedarnos con sus bienes que, por el momento, a excepción de lo que hay en el subterráneo y que solo yo conozco, están en las manos de un albacea por disposición del Poder Ejecutivo. No sigan ensuciándonos, hablando atrocidades. La verdad concreta es la siguiente: el cuerpo de mi compadre duerme tranquilo en ese féretro, justo ahora, lo están enterrando. Dentro de poco será una que otra leyenda urbana, como polvo seremos cuando nos toque desaparecer.

Me enorgullece que la nueva generación del barrio se acerque a abrazarme como su principal doliente, y sí, lo soy, nadie puede arrebatarme ese derecho, aunque en el fondo esos otros crean que mi dolor es hipocresía.

Mientras tanto, el suelo, ese que lo echó a andar y lo convirtió en un ser distanciado de lo común, va borrando, dentro del hoyo, la última imagen física que me queda de Santo Roques, mi todo.  Tan amado, tal vez odiado, pronto, muy pronto, su alma cruzará del otro lado, lo sé porque veo su silueta desengancharse de la caja que la tierra va tragando.

Me dijo, en sueño, el lugar donde está la bóveda con su dinero y a cuántos debo de beneficiar. Fue un día antes de morir, parecía que estaba despidiéndose cuando se acostó conmigo vigoroso, joven, como antes. Empezó a manosearme, a secretearme, a darme nalgadas e instrucciones de cómo quería que lo velaran en su casa; y a reírse con cinismo en mi cara, reiterando, de forma juguetona, comprensible, amorosa y con voz regañona, la manera tan evidente en que, supuestamente, planificamos su muerte.

 

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