Orfandad

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Por el suelo empedrado del barrio 24 de abril, camina un gato. Con pasos torpes se detiene en una enlodada acera. Buscando estar más cómodo, se acurruca con el cuerpo y la cabecilla en posición ladeada. Una vez allí, tristemente disminuido, mueve su delgada cola cada vez que un transeúnte cruza o se aproxima sin que alguno advierta su presencia. A simple vista temblaba. De su hocico fluía un maullar que, más bien, se asemejaba a un susurro.

Fuera de la realidad del gato, el día transcurría con pesada prisa. Una última llovizna de julio caía gruesa, comenzando a empapar a algunos transeúntes que indiferentes tomaban algún lienzo o trozos de un periódico olvidado y, sin grandes expectativas, echaban sin pena sobre sus cabezas huecas y plateadas de tantas vidas vividas, tal vez, carentes de propósito. Carentes de afecto, carentes de tragedias porque, desde el vientre de sus madres, posiblemente, ya venían con ella.

En otro tramo de calle, que formaba una especie de empinada, seis niños, casi adolescentes, jugaban a las bolas con la despreocupación natural que impone la edad. En cuanto vieron al gato se desplazaron de la calle y comenzaron a apedrearlo como si se tratase de un nuevo divertimento a sus vidas llenas de holgazanerías y malas crianzas.

El felino intentaba, dentro de su condición famélica, de esquivar las piedras que con escaza suerte viajaban por encima de su cabeza calva. Para su fortuna, en ese instante, un hombre alto y de brazos fuertes logró ahuyentar a la muchachada deslizando, de la pretina de su pantalón, un cinturón de amplio grosor, repartiendo chuchazos de atrás para adelante y de adelante hacia atrás como si estuviese luchando con feroces gladiadores en un coliseo romano.  Entre uno y otro panorama,

La tarde caía a pasos agigantados y la llovizna se transformó en aguacero. Y el barrio24 de abril, del Distrito Nacional, empezaba a llenarse de mozos y despojarse de adultos que ahora huían de la lluvia. Sólo aquel hombre permitió que su muda limpia se ensuciara al tomar con sus manos al gato. De uno de sus bolsillos sacó un pañuelo y empezó a limpiar al animal que, de lejos, se confundía con un roedor.  En cuclillas alzó en brazos al gato como se carga a un hijo muy amado. Entonces dijo, mirando al felino con determinación, asumiendo la actitud de un rabino: No temas, puedes ser tú mismo porque has vuelto a nacer….

Como de soslayo, la lluvia se esfumó dejando en los contenes un fuerte resplandor. Y de la tierra, que olía a tierra, brotaba una humedad espesa, tan espesa que cubría parcialmente los rostros de la gente que recién salían de sus casas luego de parar el aguacero.

Sudaban como si hubiesen vertido en sus cuerpos una sustancia viscosa, a decir de sus adheridas ropas que se habían convertido en pedazos de cueros. De momento, el hombre se multiplicó con otros transeúntes que caminaban sobre el asfalto, perdiéndose con el gato en brazos. El sol pareció salir con luz tenue como cuando llega a su ocaso. Bajaba del cielo ligeramente anaranjado, formando columnas verticales que en plena calle amplificaban la visión de los lotes de basura que el aguacero atrajo de alguna cañada y que, con una velocidad inusual, corrían a lo largo del barrio desprendiendo un olor a peste, distorsionando, a lo mejor, la imagen de un suelo que, dada la acción del hombre que rescató al gato, pudo ser más prometedor.

 

 

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