En su agonía

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La tragedia sucedió finalizando una década.  Tenía siete años. La profesora Celeste Ovando había escrito en la pizarra: “Bienvenidos a la escuela, hoy es martes 13 de Julio del año 1979, faltan cinco meses para que en el próximo almanaque figure el número 80”.

Lo recuerdo como si estuviese leyendo ahora aquel encabezado que parecía una profecía. Y de verdad, era una profecía, porque en el tercer pupitre de la segunda fila, se hallaba presente el espíritu consumista de la agonía. El niño, protagonista de este relato, muere asfixiado, hecho que conmovió a una comunidad que, de alguna forma fue principal responsable, y les diré ¿porqué?.

Justo, ese día, en toda el área perimetral de la escuela primaria Las Cañitas, una polvareda de humo se levantaba con tal densidad, que el cielo, blanco y totalmente escarchado, se había teñido de un gris pálido, donde las nubes se transformaban en gigantescos monstruos alados,  en cuyas siluetas se imponía el color de la noche. Mientras tanto, entraban al plantel como intrusas y volaban sobre nuestras cabezas decenas de virutas de un papel quemado que, diluidas en el aire que respirábamos, se adherían en nuestros cuerpos y rostros como se funde en las dentaduras postizas la goma de mascar.

La fragilidad humana, de Salvador Rosa.

Les cuento, para que me entiendan, la escuela quedaba en la joroba de una calle angosta, y abajo, a pocas cuadras, se visualizaba, de manera desalentadora, el río Ozama que en los años 70 era un cementerio de desechos. No existía un almacenamiento o una entidad gubernamental que se encargara de la recogida de basura, por lo tanto, la gente de los alrededores, vaciaba enormes sacos dentro de las aguas del agonizante río, que cada día era más mísero.

Sin importar qué tan lejos viviésemos de aquella letrina acuática, por las noches salía, de esas aguas, un hedor tan desagradable, tangible y espeso, que algunos moradores del Ensanche Espaillat salían de sus casas con escupideras en manos por si algún ataque de vómito o de diarrea no le permitiesen llegar a tiempo a alguna acera donde poder pasar la noche y aspirar sorbos de un aire más puro.

En otros casos, cuando la basura se tragaba a toda una  comunidad, se acudía a la quema inmediata, que podía durar días,  semanas, de ahí la humareda  que, casi siempre,  en el cielo se disgregaba como si en el firmamento  galoparan jinetes apocalípticos.  Ahora entiendo que, tales salidas, en cuanto a la quema, resultaba peor que el mal.

En consecuencia,  todos los cañiteros, como solían llamarnos los de afuera, tenía algún padecimiento en las vías respiratorias, los que no, se la pasaban poniendo ungüentos en sus cuerpos llenos de ñáñaras o bubones.  Ese martes, vimos al niño con semblante cansado,  ya lo traía así desde que formábamos  la fila para entrar al aula en medio del  fuerte olor a humo. Sólo sabíamos que era asmático, en días más normales, si lloraba o reía , se la pasaba tosiendo seco.  Entendí cada milígramo de su debilidad y apatía  hacia los demás porque desde chica,  yo también sufría de  “pecho apretao”, como le llamaban los viejos del barrio a este mal que hasta el sol de hoy  califico como si cargaras un anafe lleno de brazas que  consumen,  poco a poco, tu alma.

De su boca salía un jadeo entrecortado  que se traducía a un pito, el que emitía su diafragma, como si dentro de su caparazón  anduviese una manada de gatos en celo. Era tan aguda la pena que sentía y aún siento por aquel ser indefenso, que murió en un banquillo con la boca y los ojos abiertos, que a mis años de vieja,  cada ves que se  aproxima el mes de Julio,  termino como un  decrépito condenado por la culpa, preguntándome, porqué ningún adulto  notó la dificultad respiratoria del menor.

El jinete de la muerte, representado por Gustavo Doré.

Cómo es que su madre había decidido mandarlo así a la escuela, y seguro, se preguntan, cómo permitimos, en el aula, que pasara lo que pasó. Les respondo:   éramos unos chicuelos cargados de ingenuidad.  Niños que trataban de portarse bien, de no mirar a los lados, hacer silencio, silencio hasta el momento que llegase el recreo.  Mientras la profesora Celeste escribía en la pizarra con la cabeza gacha un rosario de operaciones numéricas, que por mucha concentración casi nadie entendía, yo me desgarraba viendo que el niño se iba. Y es cierto lo que reitero:  la escuela era un manual de reglas. Reglas impuestas por la directora Geña.  Esta señora, destilaba miedo con esa voz chillona que solo sabía amonestar.

Te jalaba las orejas  y daba bofetadas  si no bajabas la cabeza cuando, sus fuertes pisadas anunciaban que estaría presente en el aula.  Entre los abusos más frecuentes de Geña, cito:  te mandaba a hincar en el traspatio por horas, bajo el sol,  si no respondías a cualquier pregunta tonta, y  te levantaba el castigo  cuando casi todos en la escuela se habían marchado.

Ardiendo en fiebre llamaba a tus padres para que te pasaran a recoger ya con los labios cenizos y los pies hinchados, alegando, que actuaba con mano dura para disciplinarte.

Fuera de ese castigo, que era rutinario, estaba prohibido moverse del pupitre, susurrar, pedir permiso para ir al baño, apenas se podía respirar.  En varias ocasiones, salíamos de la escuela con los fundillos de los pantalones mojados de orina por no levantar la mano para ir al excusado, y la profesora Celeste, que se hacía la más piadosa cuando le convenía, permitía las agresiones de la directora  para conservar su empleo.

En virtud de tales impedimentos, no teníamos manera de comunicar a alguna otra autoridad de ese centro, que el niño que ocupaba el tercer pupitre de la segunda fila, moría de un ataque de asma a la vista de todos los que estuvimos, ese día, copiando de la pizarra la clase de matemáticas.

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